Hola estimados lectores. Este cuento, llamado El invasor, es un cuento fantástico que escribí para participar en el concurso literario de mi colegio. Como mencioné antes, este género de cuento es mi preferido. Me gusta cómo mantiene al lector bajo constante angustia y espera, y cómo en el desenlace lo deja curioso y deseando más. Este cuento me dió el primer en su categoría, me gusta mucho y estoy muy orgulloso de este. Por favor no lo copien, espero que les guste.
“El Invasor”
Él ha estado
conmigo desde que tengo memoria. Aún durante mis primeros años de vida sabía
que él o pertenecía ahí. Cada vez que necesitaba su ayuda sentía como si miles
de ruidosos mosquitos cargados de dinamita me succionaban el cerebro y luego
explotaban. Desde siempre me decía que
era un invasor, que era un extraño enfermo, horrible, infectado de torpeza,
lleno de pereza y un bueno para nada. Siempre llevaba un reloj, siempre cometía
errores. Estaba harto y cansado, no podía estar más tiempo junto a ese
despreciable ser. Todo el mundo me decía que era normal, que era saludable y
útil. Mentirosos todos. El maldito sólo sabía molestarme, me volvía loco en las
noches con sus pensamientos perversos, me perseguía a todos lados, no me dejaba
en paz. Era un peso muerto, una cruz que debía soportar día y noche. Hasta
pensé varias veces en quitarme la vida para poder deshacerme de este malévolo
ser. Lo lastimaba cada vez que podía. Con lápices, con fuego, con mordidas, con
puñetazos, arañazos. Le he golpeado con palos de madera, de metal, le he dejado
caer piedras inmensas y lo único que he conseguido ha sido romperle un par de
huesos varias veces. Siempre se recuperaba, no se cansaba de torturarme. Lo
odiaba con todo mi corazón. La situación fue empeorando. La voz de mi cabeza me
decía “¡mátalo, mátalo!”. A veces me veía hablando solo en la calle,
escondiendo al extraño ser para que nadie viera lo feo que era. Debía
eliminarlo y sabía exactamente por donde cortar.
Había llegado la
hora. Voy a la cocina, de una funda blanca saco con mi mano derecha el machete
que acababa de comprar. De la misma funda saco alcohol y cloro.
Desafortunadamente necesito de su ayuda para lavar cuidadosamente la hoja del
machete. No me importa, sé que dentro de unos segundos ya no estará ahí y que
nunca más lo volveré a usar. Tomo el machete firmemente con mi mano derecha y
coloco sobre la meseta del desayunador a mi brazo izquierdo, lo posiciono con
la parte interior hacia arriba y el puño cerrado. Levanto el machete por arriba
de mi hombro mientras observo fijamente a mi antebrazo izquierdo. Las marcas ya
están hechas, dos pulgadas pasado el codo. Calculo la trayectoria, arreglo el
ángulo de mi mano derecha de tal modo que el corte sea recto, aprieto aún más
fuerte el mango del machete. Respiro hondo, ya casi me siento libre, me lleno
de coraje y de confianza. Oigo el golpe de la hoja del machete contra el
contador de la mesa. En ningún momento cierro mis ojos. Los necesito para hacer
preciso el corte y para disfrutar de la muerte del maldito. El golpe fue
perfecto. Podría lastimarme a mí mismo o peor aún, que quedara algún pedazo de
él sobre mi cuerpo.
Retiro mi brazo
izquierdo mientras observo de manera placentera cómo se abre su puño lentamente
y como pierde sangre como señal de derrota. Primero el pulgar, luego el mayor y
el índice, al final el anular y el meñique. Tengo que romper este maravilloso
momento para detener el sangrado. Ya tengo todo preparado; toallas para la
sangre y correas para el torniquete. Levanto mi brazo izquierdo y noto que no
sangra. La carne está al rojo vivo, en el centro un anillo blanco y en el
núcleo un círculo rojo oscuro, pero ni una gota de sangre. Rápidamente la carne
se fue oscureciendo, un líquido negro empezó a salir en lugar de la sangre. El
dolor es insoportable. Algo parecido a una estaca negra y delgada se asoma por
la herida lentamente. Es un dedo, luego otro, luego otro, luego otro y luego
otro. Son famélicos y largos, aún torcidos, aun acomodándose. Miro con ojos de
dolor y terror como los huesos se enderezan y cómo crecen las largas y afiladas
uñas. Ya tenía el antebrazo y la mano completos y desarrollados. La piel es
negra, los huesos estiran mi piel y mi mano es ahora larga y monstruosa. Mi
antebrazo izquierdo no era el invasor, me estaba protegiendo de mí mismo. Era
lo único normal que tenía.
Adolph Gottschalk
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