miércoles, 10 de abril de 2013

El invasor, por Adolph Gottschalk


Hola estimados lectores. Este cuento, llamado El invasor, es un cuento fantástico que escribí para participar en el concurso literario de mi colegio. Como mencioné antes, este género de cuento es mi preferido. Me gusta cómo mantiene al lector bajo constante angustia y espera, y cómo en el desenlace lo deja curioso y deseando más. Este cuento me dió el primer en su categoría, me gusta mucho y estoy muy orgulloso de este. Por favor no lo copien, espero que les guste.

“El Invasor”

Él ha estado conmigo desde que tengo memoria. Aún durante mis primeros años de vida sabía que él o pertenecía ahí. Cada vez que necesitaba su ayuda sentía como si miles de ruidosos mosquitos cargados de dinamita me succionaban el cerebro y luego explotaban. Desde  siempre me decía que era un invasor, que era un extraño enfermo, horrible, infectado de torpeza, lleno de pereza y un bueno para nada. Siempre llevaba un reloj, siempre cometía errores. Estaba harto y cansado, no podía estar más tiempo junto a ese despreciable ser. Todo el mundo me decía que era normal, que era saludable y útil. Mentirosos todos. El maldito sólo sabía molestarme, me volvía loco en las noches con sus pensamientos perversos, me perseguía a todos lados, no me dejaba en paz. Era un peso muerto, una cruz que debía soportar día y noche. Hasta pensé varias veces en quitarme la vida para poder deshacerme de este malévolo ser. Lo lastimaba cada vez que podía. Con lápices, con fuego, con mordidas, con puñetazos, arañazos. Le he golpeado con palos de madera, de metal, le he dejado caer piedras inmensas y lo único que he conseguido ha sido romperle un par de huesos varias veces. Siempre se recuperaba, no se cansaba de torturarme. Lo odiaba con todo mi corazón. La situación fue empeorando. La voz de mi cabeza me decía “¡mátalo, mátalo!”. A veces me veía hablando solo en la calle, escondiendo al extraño ser para que nadie viera lo feo que era. Debía eliminarlo y sabía exactamente por donde cortar.

Había llegado la hora. Voy a la cocina, de una funda blanca saco con mi mano derecha el machete que acababa de comprar. De la misma funda saco alcohol y cloro. Desafortunadamente necesito de su ayuda para lavar cuidadosamente la hoja del machete. No me importa, sé que dentro de unos segundos ya no estará ahí y que nunca más lo volveré a usar. Tomo el machete firmemente con mi mano derecha y coloco sobre la meseta del desayunador a mi brazo izquierdo, lo posiciono con la parte interior hacia arriba y el puño cerrado. Levanto el machete por arriba de mi hombro mientras observo fijamente a mi antebrazo izquierdo. Las marcas ya están hechas, dos pulgadas pasado el codo. Calculo la trayectoria, arreglo el ángulo de mi mano derecha de tal modo que el corte sea recto, aprieto aún más fuerte el mango del machete. Respiro hondo, ya casi me siento libre, me lleno de coraje y de confianza. Oigo el golpe de la hoja del machete contra el contador de la mesa. En ningún momento cierro mis ojos. Los necesito para hacer preciso el corte y para disfrutar de la muerte del maldito. El golpe fue perfecto. Podría lastimarme a mí mismo o peor aún, que quedara algún pedazo de él sobre mi cuerpo.

Retiro mi brazo izquierdo mientras observo de manera placentera cómo se abre su puño lentamente y como pierde sangre como señal de derrota. Primero el pulgar, luego el mayor y el índice, al final el anular y el meñique. Tengo que romper este maravilloso momento para detener el sangrado. Ya tengo todo preparado; toallas para la sangre y correas para el torniquete. Levanto mi brazo izquierdo y noto que no sangra. La carne está al rojo vivo, en el centro un anillo blanco y en el núcleo un círculo rojo oscuro, pero ni una gota de sangre. Rápidamente la carne se fue oscureciendo, un líquido negro empezó a salir en lugar de la sangre. El dolor es insoportable. Algo parecido a una estaca negra y delgada se asoma por la herida lentamente. Es un dedo, luego otro, luego otro, luego otro y luego otro. Son famélicos y largos, aún torcidos, aun acomodándose. Miro con ojos de dolor y terror como los huesos se enderezan y cómo crecen las largas y afiladas uñas. Ya tenía el antebrazo y la mano completos y desarrollados. La piel es negra, los huesos estiran mi piel y mi mano es ahora larga y monstruosa. Mi antebrazo izquierdo no era el invasor, me estaba protegiendo de mí mismo. Era lo único normal que tenía.


Adolph Gottschalk

No hay comentarios:

Publicar un comentario